El ambiente estaba verdaderamente tenso e insostenible.
Los allí presentes estaban muy nerviosos, demasiado. Sobretodo Mister XI…-Esto no puede estar pasando, ¡no puede estar pasando esto! –gritaba.
-Señor, debe tranquilizarse.
-¿Cómo rayos pretende usted que me tranquilice si hay un psicópata por ahí suelto que nos matará a todos?
Algo de razón tenía.
Hace unos años, estuve presente en uno de esos casos que pocos detectives quieren debido al alto número de víctimas.
Vamos, que los asesinos en serie suelen ser más complicados de cazar que los que solo matan una vez. Son algo más inteligentes…
Pues bien, el caso que acabo de mencionar fue el de los noventa y nueve puñales.
A más de uno le sonará el caso, salió en las pantallas de televisión con alta frecuencia.
Pero, para los que no sepan cómo fue, les diré que un chico de solo diecinueve años, mató, sin remordimiento alguno, a más de treinta personas en menos de un mes.
Aparte del excesivo número de víctimas, los métodos empelados por aquel chico eran totalmente sádicos y asquerosos.
Todas sus víctimas presentaban, además de fuertes golpes en todo el cuerpo, un gran puñal de hoja muy larga clavado en la mandíbula y traspasando la cabeza por completo.
Pero eso no era precisamente lo que mataba a aquellas personas asesinadas.
Lo que las mataba, eran los noventa y ocho puñales que clavaba aquel chico en su cuerpo.
El de la mandíbula, era el único que se encontrada en la cabeza, y poseía en la empuñadura el número noventa y nueve.
Algo inusual, claramente.
Llegaron múltiples detectives de todo el mundo, creyendo que lograrían descubrir los más oscuros secretos de aquellos crímenes.
Ninguno logró averiguar nada.
Absolutamente nada.
No había persona capaz de averiguar.
Hasta que un día, por suerte, me llegó el caso a la oficina.
Una mujer, madre de un chico de veintitrés años que había muerto a manos del conocido asesino en serie.
Según me contó, su hijo había sido asesinado en el lugar veinte y nueve.
Estaba harta de todos los detectives reputados que prometieron resolver el caso y, en un intento desesperado por encarcelar al que mató a su hijo, vino a un detective de su misma ciudad y no tan mundialmente famoso.
Me dio mucha información, toda la que le había sido contaba en las comisarías.
Fueron de gran ayuda, ya que gracias a estas, logré descubrir al criminal.
El chico se autoproclamó con un nombre algo siniestro: “El seleccionador natural”.
Sé que a simple vista puede no sonar muy siniestro que digamos, lo siniestro era el motivo por el que se lo puso.
Javier, que así era su nombre, era un chaval esquizofrénico.
Su obsesión era ser como la mismísima selección natural, aquella que rige las vidas animales.
Solo mataba a personas con algún problema físico pues las consideraba inferiores y las únicas responsables de que la humanidad no progresara como era debido.
Se le hicieron varios estudios y se llegó a la conclusión de que Javier, era una persona con una gran inteligencia, siendo incluso un superdotado de capacidades intelectuales excepcionales, pero su obsesión nubló su capacidad de razonar e hizo las atrocidades que hizo.
Una lástima…
Fueron dos años de intensos juicios, hasta que al final se llegó a un veredicto: La cadena perpetua.
Pero bueno, eso, es otra historia.
-Ya dije anteriormente que no hay que perder los nervios, jamás. Si realmente hay un asesino ahí fuera, lo primero que hará será aprovecharse de nuestro miedo y vendrá a por nosotros.
-Estoy con el señor detective, en estos casos hay que estar muy tranquilo, y anticiparse a los movimientos del criminal, -dijo François con su extravagante acento francés.
-Total, si estamos juntos, el tipo ese no se acercará. ¿Qué hay que temer entonces?
Lo que Esteban dijo me hizo temer lo peor.
Estábamos todos juntos, excepto Julia…
-¡Julia! –grité.
-¿Qué pasa con ella?
-¡Está sola arriba!
Hasta ese momento, ninguno de nosotros se había dado cuenta de ello.
Michael, Esteban y yo, corrimos como locos hasta el segundo temiéndonos lo peor.
Llegamos a su puerta e intentamos girar el picaporte bañado en oro y no abría.
Estaba cerrada con llave.
-¡Maldita sea!
-¡Echémosla abajo! –sugirió el humorista a pleno plumón.
Entre los tres, embestimos la puerta no una, ni dos, sino tres veces hasta que logramos echarla abajo.
Lo que pudimos apreciar en la habitación nos sorprendió.
Julia estaba allí, tumbada en su cama. No parecía que estuviera muerta.
Tomamos su pulso solo para corroborar que, en efecto, no lo estaba.
Mientras mis dos compañeros intentaban despertarla para que estuviéramos todos abajo, yo abrí el gran ventanal de la habitación para asomarme al balcón.
No sé porqué lo hice siendo sincero…
Supongo que quise comprobar que no había peligro alguno.
Me asomé a la barandilla, pero mi “vistazo” al paisaje no duró apenas dos segundos.
La luz se fue y en el piso inferior se escucharon varios gritos.
Volví a temerme lo peor…
Me giré, pasé nuevamente por el ventanal, y escuché un pequeño ruido metálico que venía de fuera.
Conocía ese ruido, me era familiar, pero, no caí en la cuenta del motivo.
Lo olvidé y, ya en la habitación, también a oscuras, escuché la voz de Michael:
-¡Julia, Julia, despierte de una vez!
Le grité que la cogiera en brazos, él era un hombre fuerte y corpulento, seguro que no le costaría trabajo.
De todas formas, Esteban estaría ahí para prestar su ayuda por si fuera necesario.
-Detective, ¿vamos a bajar ahí abajo, a oscuras?
-No, solo bajaré yo, ustedes se quedan aquí. Cierren el ventanal y la puerta con llave, y estén atentos, podría estar en cualquier parte, -dije refiriéndome al asesino.
-Está bien, -dijeron los dos a dúo, con una voz que se notaba temerosa.
Salí al pasillo…
Oscuro, muy oscuro.
No se veía nada.
Si hubiera tenido al asesino cerca mía, en ese mismo pasillo, podría haberme matado sin que me diera cuenta.
Por suerte, no había nadie en el pasillo salvo yo, o ese asesino me tenía otras cosas preparadas a mí para otro instante.
Anduve a ciegas, y claro, si andas a ciegas, cuando es de noche, te das con algo, es de sentido común.
Tropecé con una columna de mármol y me doblé un poco la muñeca.
Soy así, pese a ser detective y estar espabilado, soy una de las personas más patosas de la historia.
Que hay algo con lo que chocar, pues ahí va Antonio a darse un golpe.
De cajón…
Aunque, como no hay mal que por bien no venga, gracias a ese fortuito choque, encontré un viejo candelabro del siglo anterior, una de esas cosas que solo tienen los coleccionistas.
Tenía las velas, listas para ser encendidas.
Por suerte o por desgracia, según se mire, soy un fumador empedernido y tenía el mechero en el bolsillo.
Encendí las velas e iluminé el ancho pasillo.
No podía alumbrarlo entero, eran demasiados metros, pero al menos sí que me servía para guiarme a través de él y no golpearme con nada más.
Logré llegar a las escaleras con “vida”. Las bajé y me dirigí sin demora alguna al salón donde estaban los demás.
Gracias a la luz de las velas, pude ver los rostros de cada uno de los presentes.
Estaban todos atemorizados, a excepción de Mister XI, que no se encontraba allí.
-¿Están todos bien?
-¡No! –chilló Gabriela. ¡Mister XI ha desaparecido!
-¡Sí! ¡La luz se fue, la ventana esa de allí se ha roto y ha desaparecido!
-¿Cómo? –pregunté incrédulo.
Lo que me acababan de contar me dejó alucinado.
¿El que organizó la reunión, desaparecido?
De locos…
-¿Y no se les ha ocurrido que se lo ha podido llevar el asesino? –dije extremadamente enfadado.
Ninguno respondió…
Me puse rápidamente en marcha y salí afuera.
Supuse que si la ventana estaba rota, o una de dos, o el asesino estaba dentro de la casa y era uno de los presentes y la utilizó para escapar, o el asesino estaba fuera, entró por ahí y se llevó a Mister XI.
Aunque también podía haber sido una maniobra de distracción para algo en concreto.
Con el tiempo me di cuenta de que así era.
Intenté buscar algún rastro con el que poder guiarme, alguna forma para poder descubrir algo.
Ni huellas, ni sangre ni ostias.
No había nada.
El que había roto la ventana lo había hecho con sumo cuidado. Desde luego, tonto no era.
Regresé al interior, y sin explicar nada a los otros me acerqué al suelo próximo de aquella ventana.
Estaba lleno de cristales.
Por fuera, no había ningún fragmento de cristal, por lo tanto este se rompió desde fuera.
Lógica pura.
Con ese pensamiento recorriendo mi mente, eliminé la opción de que uno de los invitados fuera el asesino. Solo momentáneamente, pues seguía pensando que era alguno de ellos.
-¿Qué está haciendo, señor detective? –dijo Tyson.
-Compruebo qué rayos pasó con la ventana.
-¿Y encuentra algo?
-Sí, se ha roto desde fuera aparentemente.
-¿Entonces es alguien que no conocemos?
-Posiblemente, pero en la vida no hay nada exacto.
-¿Qué quiere decir? –preguntó Buin.
-Ni yo mismo lo sé todavía…
Mis palabras no sentaron demasiado bien a los asistentes. Estaban todos muertos de miedo por ellas.
La cabeza no dejaba de darme vueltas.
Estaba ante un caso muy difícil.
Una víctima desconocida, una persona desaparecida y un asesino perverso que jugaba con nuestras emociones continuamente, ¿cómo resolver eso?
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