Miradas cabizbajas, rostros temerosos y temblores en las
manos de personas por culpa del miedo, del pánico…a la muerte. Me recordaba
tanto a mi pasado que incluso a mí, una gota de sudor me recorrió la frente.
Quizá aquel fuera el caso más difícil de todos los que tuve. ¿Qué por qué lo
creo?
Pues, porque…jamás mis venas y arterias se habían dilatado
tanto, nunca mi corazón había ido a aquella velocidad de infarto, donde la
sangre recorría mi cuerpo vertiginosamente. Puede que, hasta mi propio cerebro,
no lograra asimilar todo lo que mis ojos estaban viendo. Mordí mi labio
inferior debido a los nervios que la última de mis visiones provocó en mí.
¿Recuerdan a Leonardo, el hijo de Julián? Antes de entrar a “La Viuda” se despidió de nosotros y se
largó. Según escuché, tenía un trabajo importante que hacer para la empresa de
su padre, de la cual era vicepresidente todo gracias al propio enchufe del
anciano. Pues, antes nuestros ojos, una hora después de la muerte de Míster XI,
al amanecer, su cuerpo apareció colgado por el cuello en la entrada de la casa,
antes de la puerta principal. Las manos habían sido cortadas del cuerpo, cosa
que empeoraba la imagen tan altamente grotesca.
-No…esto no puede ser real, Leo, hermano, esto no es verd…
Rosa se desmayó de la impresión de ver a su hermano allí,
muerto, ahorcado, sin vida alguna. Entre Robert y Buin lograron sujetarla antes
de que se diera de bruces con el suelo.
Miré al padre de ambos, Julián, casi por instinto,
imaginando que seguro él se sentía peor que su hija. Ya se sabe que ningún
padre quiere ver morir a uno de sus hijos.
Terrible sorpresa me llevé al verlo allí, junto a nosotros,
inmóvil, sin muestra alguna de verse afligido por la muerte de uno de sus
vástagos. Como si nada hubiera pasado. Me resultaba extraña la fortaleza de
aquel hombre, pues, aunque yo jamás conocí a mis padres, sé que ellos hubieran
llorado mi muerte si alguna vez esta hubiese decidido llevarme con ella. ¿O no?
-¿De qué ha muerto, señor detective? –preguntó Julia con apenas
voz.
-Aparentemente por asfixia, aunque también podría no ser
así.
-¿What?-dijo el futbolista con un acento español exagerado.
-Digo que a lo mejor no murió ahogado y que su asesino lo
mató de otra forma y luego ahorcó el cadáver para impresionarnos. Debemos
bajarle de ahí…y comprobarlo.
Bajamos a Leonardo, bueno, mejor dicho, su cuerpo. Nunca
fui un experto forense, pero siendo detective tenía un conocimiento básico de
los tipos de muertes más vistas. Por lo que comprobé, la cuerda había hecho un
trabajo rápido y eficaz, y que había sido muy posiblemente ella la causante de
la muerte. Salí fuera de la casa, y tal como sospechaba, el cuerpo había sido
lanzado desde uno de los pisos superiores ya que aparte de un ahogamiento, el
cuello estaba completamente destrozado. Hice mis cálculos y llegué a la
conclusión de que el asesino había lanzado a Leonardo desde la tercera planta,
o eso pensaba, y que, muy posiblemente, el maldito asesino podría estar allí.
Tenía que ir en su busca, lo tenía claro, había que acabar con la pesadilla que
nos estaba atormentando, y por supuesto, había un desgraciado al que meter
entre rejas.
Les comenté mi idea de subir allí, a por él.
-¿Está hablando en serio? ¡No puede subir ahí, le matará!
-Sé cuidarme bien, señora Gabriela, todo esto forma parte
de mi trabajo.
-Pero…
-No subirá solo, señor detective, -dijo Esteban.
-¿No pensará en subir conmigo, no? –pregunté desconcertado.
-Lo pienso, creo que le vendría bien mi exquisito humor
cuando estemos frente al asesino.
-¿Cómo?
-Mire, cuando le tengamos enfrente, yo le distraeré
contando chistes y usted aprovechará para blocarle y capturarle. Un trabajo en
equipo, -sugirió con un leve guiño.
-Jajaja.
Empecé a reír. Era la primera vez que aquel tipo me hizo
gracia. Seguía sin caerme bien, pero, su valentía me permitió dejarle que me
acompañara.
-Radamael, ¿puede llevarnos a las escaleras más próximas al
tercer piso? –pregunté.
-Claro, señor, síganme por aquí.
Fuimos detrás de él, creo que al este de la casa. Tras
siete minutos exactos en mi reloj, estuvimos a los pies de la majestosa
escalera con alfombra color rojo aterciopelado, la cual antes no recordaba
haberla visto. Cosas de no estar pendiente a nada.
Subimos. Uno a uno, lentamente, los noventa y nueve
escalones hasta el último piso, el tres. Y allí, como el que no quiere la cosa,
descubrimos cosas que nunca deberíamos haber descubierto…
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